Una historia más, de tantas que la Dictadura militar y la Triple A nos legaron; una historia dolorosa más, de esas que a mi amigo el “Yuyo” Conti le hacían llorar en la Secretaría de Derechos Humanos mientras hojeaba un expediente.
Resumiendo: padre exiliado, madre enferma de cáncer que viaja a acompañarlo en el exilio, hijos adolescentes que quedan durante un año a cuidado de una tía y luego viajan para el reagrupamiento familiar pasando por los siguientes estados: refugiados de la Cruz Roja, estudiantes secundarios en Argelia, refugiados políticos en España, madre que muere en España, llegar a plantar maíz en Tarragona para comer humita en chala, sacrificios y más sacrificios hasta recibirse de médicos y formar una familia ya convertidos en españoles.
¿Happy End? Nada de eso. A más de 30 años de la dictadura y el terrorismo de estado aun hay muchas historias personales no cerradas y ésta es una de esas, aunque “simplemente” trate de un regreso después de 30 años: mi primo Mario volvía luego de haberse ido con 16 años en 1977 para reencontrarse con sus padres.
Yo lo había visitado en España un par de veces en 1991 y en el 2001, y pude comprobar como el rencor con el país era, cada vez más, atravesado y ganado por la nostalgia.
Hace unos días pude apreciar personalmente cómo tenía lugar en Tucumán ese predecible ajuste de cuentas con el pasado: recorrido por las calles, casas y escuelas de la infancia, montañas y empanadas tucumanas, locro, tamales, asado, comparaciones inútiles, imágenes que regresan súbitamente convertidas en recuerdos…
Pero fue el último día en Tucumán cuando más me sorprendí y emocioné. Caminando por el centro de la ciudad, le pregunté a Mario:
_ ¿Te acordás del Mercado del Norte?
_ No, me contestó.
_ ¿Querés que vayamos?, le propuse
_ No, la verdad que todo lo que quería ver ya lo vi, estoy muy contento, me dijo. _ Vamos –insistí- nos queda de pasada al auto.
Y fuimos. Y entramos. Y vi cómo se le inundó el rostro de sorpresa y felicidad mientras decía: _ Ahora me acuerdo, te juro que es el mismo olor, es increíble pero ME ACUERDO DEL OLOR… es el mismo. Y recorrimos todos los puestos preguntando por lo que hasta ahí había sido un imposible: ¿Tiene humita en chala? Y no… no era la época del cholo nomás, faltaba un mes por lo menos.
Dejamos de preguntar. Casi al mismo tiempo, sin que ninguno lo manifestara, nos dimos cuenta que era mucho mejor así: no había que cerrarle todas las puertas a la nostalgia. Al fin y al cabo Mario, Tucumán en noviembre todavía no es tan caluroso y hay humita en chala…
Resumiendo: padre exiliado, madre enferma de cáncer que viaja a acompañarlo en el exilio, hijos adolescentes que quedan durante un año a cuidado de una tía y luego viajan para el reagrupamiento familiar pasando por los siguientes estados: refugiados de la Cruz Roja, estudiantes secundarios en Argelia, refugiados políticos en España, madre que muere en España, llegar a plantar maíz en Tarragona para comer humita en chala, sacrificios y más sacrificios hasta recibirse de médicos y formar una familia ya convertidos en españoles.
¿Happy End? Nada de eso. A más de 30 años de la dictadura y el terrorismo de estado aun hay muchas historias personales no cerradas y ésta es una de esas, aunque “simplemente” trate de un regreso después de 30 años: mi primo Mario volvía luego de haberse ido con 16 años en 1977 para reencontrarse con sus padres.
Yo lo había visitado en España un par de veces en 1991 y en el 2001, y pude comprobar como el rencor con el país era, cada vez más, atravesado y ganado por la nostalgia.
Hace unos días pude apreciar personalmente cómo tenía lugar en Tucumán ese predecible ajuste de cuentas con el pasado: recorrido por las calles, casas y escuelas de la infancia, montañas y empanadas tucumanas, locro, tamales, asado, comparaciones inútiles, imágenes que regresan súbitamente convertidas en recuerdos…
Pero fue el último día en Tucumán cuando más me sorprendí y emocioné. Caminando por el centro de la ciudad, le pregunté a Mario:
_ ¿Te acordás del Mercado del Norte?
_ No, me contestó.
_ ¿Querés que vayamos?, le propuse
_ No, la verdad que todo lo que quería ver ya lo vi, estoy muy contento, me dijo. _ Vamos –insistí- nos queda de pasada al auto.
Y fuimos. Y entramos. Y vi cómo se le inundó el rostro de sorpresa y felicidad mientras decía: _ Ahora me acuerdo, te juro que es el mismo olor, es increíble pero ME ACUERDO DEL OLOR… es el mismo. Y recorrimos todos los puestos preguntando por lo que hasta ahí había sido un imposible: ¿Tiene humita en chala? Y no… no era la época del cholo nomás, faltaba un mes por lo menos.
Dejamos de preguntar. Casi al mismo tiempo, sin que ninguno lo manifestara, nos dimos cuenta que era mucho mejor así: no había que cerrarle todas las puertas a la nostalgia. Al fin y al cabo Mario, Tucumán en noviembre todavía no es tan caluroso y hay humita en chala…
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